18.8.06

C1 y C2 Go(es) To Colón, ER

Situación de ambas Ces antes del viaje: C1 no había sido alcanzado por el sol del verano ni siquiera en las partes en las que el sol efectivamente le da. Lo que es decir: conservóse níveo hasta el día de la fecha. C2, por el contrario, sigue registrando en su cuerpo -merced a una trágica confusión entre protector solar y mermelada- las marcas de febo. Aún así, ansiaba tomarse un descanso (C2 es -era- proletaria). Ambos coincidieron en que el destino, después de descartar el vecino Uruguay -costoso-, la costa argentina -transitado- y Reykjavik -difícil de deletrear-, sería la ciudad de Colón, ubicada ésta, en la ribera del conflictivo río Uruguay; por supuesto, estamos hablando de la provincia de Entre Ríos.

Hace un par de semanas éste improbable duo había conseguido alojamiento -un loft- y pasajes: la ida para el viernes a la hora de la merienda; la vuelta, el martes a la madrugada en el insólito horario de las 3 de la mañana. No obstante, no se espante: si usted leyó aquí peripecias anteriores del citado dúo, convendrá con el que escribe que los aludidos generalmente son incapaces de planear algo o al menos, de que el proyecto llegue a buen puerto. Señaló C1, no sin razón, en una caminata nocturna: "Siempre llegamos a todos lados cuando están por cerrar". C2, pragmática, dijo que por lo menos llegaban.

El viaje, propiamente dicho (incluye prolegómenos). C1 llega exhausto al lugar de encuentro con C2. El motivo recién lo descubre armando el bolso de vuelta: su madre, sin consultarlo (al menos es lo que dice C1, quizás estemos hablando de un vago recuerdo) había depositado en ocultos bolsillos -como si el bolso del primogénito fuera a pasar por la triple frontera- una cantidad considerable de latas de atún. Junto a C2, toman el subte que los deposita en la estación Carranza de algún tren metropolitano que C1 no recuerda. Luego de equivocar varias veces la salida, abonan el boleto correspondiente hasta Retiro.


Instalados entre las plataformas que van desde el 44 hasta el 54 esperan la llegada del bus de la empresa Rápido San José, anunciado a Villaguay. C1 cree que el nombre de la empresa refleja el carácter pujante de la misma ya que, a la usanza de aquella canción popularizada por el plateado Sergio Denis, se trata de que el santo en cuestión realize un milagro con la mayor celeridad posible. Acaso el milagro que le pidan a San José sea llegar con todos los tripulantes enteros. Mientras cavila C1 tales objeciones laicas C2, golosinóloga honoris causa, carga sus bolsillos de caramelos, chupetines y otros derivados de la caña de azúcar.

C1, cada vez más fóbico hacia los automotores de cualquier cilindrada, ocupa la butaca de la ventanilla. Su compañera ya se dispone a dormir una siesta cuya duración, calcula C1, será aproximadamente similar a las horas efectivas del viaje. El le llama la atención por tal motivo; C2 ya tiene los ojos cerrados. El desdichado C1 sólo puede leer su libro sobre Foucault todo lo que la luz natural se lo permite (tiempo de lectura aproximado: entre 40 y 50 minutos).



Colón, Entre Rios. Viernes 18, 22 horas. El afamado binomio ha llegado. La ciudad, sin embargo, no parece notar ese hecho histórico y permanece a oscuras y en silencio. Un sólo remis circula por la terminal y ser encarga de conducir a los desprevenidos turistas a sus programados destinos. C1 piensa en el mito de Sísifo, aquel que sube una piedra que se cae durante toda la eternidad. Las referencias a la Epoca Clásica se acumulan: El mismo joven que descarga los bolsos del micro por monedas abre la puerta del remis lo que lleva a C1 a creer que existe un sólo pobre -personaje arquetípico si los hay- en Colón. No va a estar tan errado.

El remisero los acerca hasta lo de Don Grassi, una inmobiliaria. El loft que alquilaron quedaba justo al lado del mencionado establecimiento comercial. Son recibidos con entusiasmo por Violeta al parecer, alma mater de la inmobiliaria, y con quién habían establecido el contacto telefónico. Ella misma los conduce hacia el que sería su hogar durante un puñado de días. Los hace entrar por el garage que en este caso también hacia las veces de loft o apartamento o bungalow -en Colón no hay una nomenclatura establecida para el tipo de alojamiento-. Superado el impacto inicial -una puerta conectaba el final del loft/garage con el patio de la casa de los Grassi- le solicitan a la dueña de la vivienda una breve reseña sobre los establecimientos gastronómicos cercanos. La respuesta es afirmativa y ambigua: "en la esquina hay una cantina" y agrega que sirven raciones abundantes. Violeta señala un hecho ejemplificador: una noche casi no puede regresar a su domicilio por encontrarse al borde de un coma gastrointestinal.


Luego de desempacar, se dirigen a una esquina -que más tarde descubrirán errada- y al ver las características exclusivas de un restó se escapan silbando bajito. Con la cabeza gacha, llegan hasta una parrilla. El hecho de que vendan gaseosas de un litro en envase de vidrio atempera un poco sus desencantados ánimos. Casi sin fuerzas vuelven a su domicilio deseando que su intimidad no se vea mancillada por la cercanía física de sus locatarios. Deseo qué, por supuesto, este cronista concede. Hasta mañana.

Día dos o el reconocimiento. El cansancio (bus lag) obliga a nuestros gladiadores a permanecer en el lecho más tiempo del pautado la noche anterior, elocuencia anunciada a intervalos por la tradicional vibración del teléfono móvil de C2 configurado en escala Richter. Sin un plan específico, lo que se conoce vulgarmente como "a tontas y a locas", emprenden el camino hacia el Palacio de Turismo. No es un eufemismo. El edificio no sólo es grande; también tiene valores arquitéctonicos, curioso para una disciplina tan mundana, pero si un garage puede ser un loft porque un palacio no puede estar destinado a tales menesteres. Dentro del mismo encuentran varios turistas -¿serían porteños?- exigiendo un lugar donde puedan ver el cable (a propósito, el cable agarraba, arbitrariamente, "sólo" 13 canales surtidos, agrega C1 con indisimulado gesto de incredulidad) y bañarse. C1 y C2 se rien de la poca fortuna de los recién llegados.

El Parque Quiróz. Es elegido como el primer destino. Se dirigen por la costanera; sorprendidos observan como aceleran las automovilistas y se construyen entre tres y cinco chalets "bien puestos" por cuadra. En el trayecto conocen el hospital municipal cuyo quirófano da a la calle de tierra -C1 lamenta no tener un documento fotográfico- por la que nuestros amigos transitan. Podemos describir al PQ como un Parque Sarmiento meets El Rosedal. Como cualquier emprendimiento más o menos grande pertenece -su espíritu- a una época en la que los privilegiados eran los niños o aquella en la que hacíamos llover granos de maíz sobre el mundo. En definitiva, el parque fue el registro de un país feliz. Ambas Ces creen que hoy le permite saciar a la juventud local sus urgencias venéreas. Por lo visto, no deja de representar alguna especie de felicidad más o menos confesable. Una urgencia corpórea, obliga a los chicos a volver a su posada. De alli salen más livianos que el aire un rato después, munidos ahora de termo y mate. Compran vituallas de dudosa procedencia y tentador aroma.


Almuerzan, casi a solas, en la plaza principal con la idea un poco peregrina de que la ciudad les pertenece. C1 comprenderá el carácter sacro de la siesta luego ver como su compañera, una de las mas fieles a este clásico culto provincial, descansa por más de sesenta minutos los ojos... y el resto de su anatomía. Mientras tanto, C1, se siente como en un episodio de la Dimensión Desconocida, ya que por momentos cree que es el único que no se reconcilia con su sueño.


Luego de molestar a C2 durante largo rato, motivo por el cual C1 se gana el apodo de "monito", el dúo se dirige hacia la costa. Allí constatan que hay varios barcos no hundidos pero si oxidados; deciden subir a uno de ellos sin considerar la vigencia de la vacuna antitetánica. C1, insiste en ser recordado como Leonardo DiCaprio y se dirige a la proa -y al universo- con aquel inolvidable mensaje: "soy el rey del mundo". El recibimiento de la noticia por parte de su compañera es por lo menos lúgubre. Más tarde toman mate en la playa mientras son abordados por un Ahab local que los invita a conocer un islote vecino. Agradecen y a la vez, descartan la idea de encontrarse con el atardecer en una isla que tiene menos nombre que yararás.


La cena se vuelve una empresa prácticamente insuperable. Casi de medianoche, casi con la seguridad de tener que abonar lo que no valen unos fideos entran en un restorán de la ribera. Contra casi todos los pronósticos aciagos, los tallarines a la putanesca son presentables y el precio es razonable. C1 traba amistad con el guitarrista que hace temas de Sabina, Serrat, Aute y Piero. C2 le solicita al buen hombre que toque la canción "el boulevard" del autor de 19 dias y 500 noches. Con el deseo cumplido, C1 manifiesta su conformidad al guitarrista golpeándose el lado izquierdo del pecho con el puño lo apunta con su índice apuntándole: gesto que significa fidelidad absoluta. Ebrios de tiramisú C1 y C2 se despiden hasta mañana.

Día tres o C1 y C2 en la ciudad de los fantasmas. Con habitual retraso, el dúo enfrenta un duro camino hacia las termas -ubicadas en uno de los extremos de la ciudad. C1, uds. saben, hombre de convicciones arraigadas, tenía considerables prejuicios sobre el complejo termal. C2 en cambio, abonaba la idea de pasar, por lo menos, unas horas allí. Cerca de las once de la mañana nuestros amigos llegan hasta el lugar. ¿El precio?, se preguntará ud. lector: siete por cristiano; cuatro monedas de un peso salía el alquiler de la toalla; dos el del locker y siete el de la bata. Resta decir que C1 hubiera dado lo que no tenía para poder pasearse en bata (si era roja el triunfo habría sido glorioso). Una lástima: las batas se habían agotado hacía unas horas y C1 tuvo que arreglarse con una toalla de mano, demasiado poco para su elevada arrogancia.

C2 señaló que el hermano cósmico de C1 hubiera estado a sus anchas en este emprendimiento que establecía un nuevo parámetro en la brecha entre el buen gusto y el feísmo militante. C1 entendió qué, como en el cine, uno debe suspender la incredulidad para conceder la idea de que existan los duendes y qué, en este caso, debía suspender la conciencia estética si acaso eso existiese. Lo que ambas Ces no tuvieron en cuenta fue el viento zonda que asolaba Colón. Tal detalle convirtió heróico zambullirse en las piletas climatizadas al aire libre. Húmedo, tiritando, C1 soñaba con ser Aquaman (o la sirenita).

Breve párrafo introducido ad hoc con el fin de establecer la naturaleza de los complejos termales. C1 entendía que una terma debe tener algún tipo de característica natural (sin contar el agua obviamente). C2 le aclaró que éstas no, pero que en Villa Elisa sí; C1 descartó la idea de ir hasta allí para comprobar si lo que decía su compañera es verdad. C1 -con el agua hasta el cuello- supo que había sido víctima de otro fraude comercial. "Las aguas no vienen calentadas por los efluvios volcánicos del ardiente centro de la tierra sino por un rústico termotanque" pensó. Lo más cercano a la idea anterior era el supuesto azufre que el agua de las piletas contendría según C2 -C1 corroboró tal suposición cuando la mencionada le hizo tragar agua que sabia a mil infiernos-.

Composición demográfica. C1 sintiosé un Adonis al verse rodeado de cuerpos trabajados en restoranes chinos, parrillas libres y maxikioscos. C2, por su parte, se consideró una condenada modelo anoréxica checoslovaca ante impunes aquelarres de hipopótamos que se sumergían en el tibio manantial coloniano. C1 intentó distinguir a dos clases de personas: los operados del corazón -corte vertical-, de los de vesícula -corte longitudinal-.

Antes de irse, iban a pasar por una especie de purgatorio acuático que Dante Alighieri olvidó al escribir su Divina Comedia. Se trataba de un círculo infernal de duchas con chorros permanentes, violentos, lacerantes. La condena consistía en situarse debajo de esas furiosas llamaradas líquidas y por lo visto, rezar para que la corriente no se lleve los lunares de la espalda. Nunca tanta gente se sometió voluntariamente a tortura semejante. Pasados los minutos C1 contempló, con miedo produnfo, como señoras que podrían ser su abuela adoptaban las más sofisticadas posiciones -incluso alguna que C1 ni siquiera sabía que exístia- para que el chorro les diera en los glúteos buscando la sanación de vaya a saber uno que dolencia, inquirió C1, mientras C2 le aconsejaba hablar más fuerte ya que ella se encontraba bajo la ducha.

Liebig, la ciudad de los fantasmas (Luego del purgatorio se accede al cielo o al infierno). En el caso de los protagonistas, pecadores consetudinarios, parece que tal cosa no funcionó. Nuevamente tarde emprenden el viaje hacia el Pueblo Liebig, una atracción turística diferente a las más comerciales porque se trataba de una fábrica de picadillo de carne de fines del siglo XIX -que funcionó hasta los posmodernos años 80-. Hasta allí llegan en remís. En la puerta de la oxidada fábrica, el seguridad y lo que creen éra el sereno los dejan pasar sólo hasta la explanada, porque el horario de visita ya había concluido. C1 disfruta como niño con playmóbil nuevo. C2 quiere volverse de inmediato y de ser posible, sin haber sido ultrajada por algún orate local. C1 cree que es la primera vez que C2 tiene miedo desde qué la conoce. Saciado el espíritu documentalista de él, se dirigen hacia la ciudad para ver si es posible volver a Colón.

Liebig sin un mapa. Como hizo Pulgarcito, tratan de desandar el camino que hizo el remís. Juntos recorren el pueblo más vacio desde el de A La Hora Señalada. La última -y acaso también la primera- mano de pintura en el frente de las casas era de hace 90 años. C1 imagina a Hoggart y Williams atribulados con sus encuestitas pero es una referencia muy compleja como para hacer reir a C2 qué, por su cara, parece haber perdido las esperanzas de salir del pueblo que aparentemente no tiene Cablevisión (¡el horror!). Caminando llegan hasta el centro cívico.

Centro Cívico, la vuelta. El Centro Cívico se constituía por lo que sigue: la heladería Disney (!!!) -cerrada-; una panificadora; el museo de Pueblo Liebig y el museo histórico de Liebig. C1 y C2 recorren el museo -histórico- en 30 segundos y empiezan a creer que van a tener que hacer dedo para volver. Oscurecida la tarde, preguntan por la existencia de algún remís. La respuesta, elocuente hasta la médula, es la siguiente: "el marido de la mujer que está allá enfrente es remisero pero no está el auto". La sangre de ambos empieza a congelarse. Consultan a los lugareños por algúna especie de rodado, ómnibus, colectivo, carreta. La respuesta es satisfactoria pero dado el lugar, la hora y el ambiente, resulta poco contundente: a las siete pasa el colectivo, dice una matrona. Preguntan dónde para; la respuesta es: donde ustedes quieran, incluso las fuezas vivas de la comunidad local se ofrece a detenerlo. Esperan ateridos el colectivo, cebándose unos semiamargos. A las siete menos cinco escuchan el ronquido sordo de un motor gasolero. C2 casi se arroja bajo sus ruedas para que detenga su marcha. El colectivero les hace la seña de que vuelve: con prusiana puntualidad el colectivo Otero les abre sus puertas. Ambos se despiden de la fantasmagórica comarca. C1 con la esperanza de volver más temprano algún día. C2 con la esperanza de no tener que volver jamás.


C2, muerte y resurrección. En el hogar, C2 se dispone a tomar una siesta, alegando el cansancio propio de los turistas. Su compañero, elige ver la transmisión de Boca-Independiente. Pasados unos minutos, C2 le indica que se siente mal, que tiene frio, que tiene una fiebre galopante, que le duele todo el cuerpo. C1 elige seguir viendo el match deportivo, creyendo que se encuentra ante otra clásica patraña de su compañera con el fin de molestarlo cuando mira fútbol, o simplemente, para quedarse con toda la sábana y el acolchado. Aparentemente, la elevada fiebre de C2, la lleva a decir que estaba a punto de morir si es que ya no lo había hecho, considerando lo helado que sentía su cuerpo. C1, en la cumbre de su cinismo, le aconseja no ir hacia la luz, curiosity kills the cat, habría dicho Borges. Asegura C1, que le escuchó decir entre el rechine de los dientes que ella estaba "preparada" para que EL (el Señor, ¿se entiende?) se la lleve. Muchas veces, la mejor cura es la medicina; muchas otras veces, la mejor cura es la amenaza de la medicina. C1 amenazó a C2 con llevarla, incluso como bolsa de papa, hasta la farmacia más cercana. "Por arte de magia" diría algún mal escritor, C2 comenzó a sentirse mejor. Tanto que cuando fueron a cenar, su subjetividad ya funcionaba en plenitud: rechazó un matambrito tiernizado alegando que este no era ni más ni menos que azotillo hervido. Estaba curada.

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